Nací en los años 70 y, por lo tanto, pertenezco a una generación que ha crecido ajena al obsesivo y omnipresente runrún de los medios de comunicación.
Cuando era niña las
tardes y los domingos eran interminablemente largos y desocupados, plenos de
aburrimiento. Un aburrimiento que los niños de hoy desconocen, acostumbrados
como están a andar siempre atareados con todo tipo de bocados electrónicos o
digitales.
De pequeña solo contaba
con mis pensamientos, con mi imaginación, con mi Nancy o con mis barriguitas.
Pero ahora un niño crece bombardeado por una cantidad ingente de estímulos que
son los mismos para él y para el resto y que, como en una corriente única, lo
empujarán en un solo sentido: el de la homologación. Homologación significa que
aquello que pensamos (mejor dicho, aquello que creemos que pensamos) es en
realidad lo que otros piensan por nosotros.
Como es natural, toda
cultura ha bebido en fuentes ajenas, pero aquella es el resultado del arduo
trabajo de personas notables, de largos años de estudio por su cuenta, de una
maduración solitaria y, sobre todo, de ejercitar el pensamiento crítico. Por el
contrario, hoy nos obligan a comportarnos como el perro de Pavlov: suena una
campana y todos ladramos. Y la campana puede ser el titular de ese día: los
pederastas, un atentado, un homicidio especialmente sangriento o la enésima
agresión a la naturaleza.
Todos nos irritamos
entonces, condenamos, tomamos partido por una parte o por otra, sin darnos
cuenta que tras este chaparrón de acontecimientos que nos brindan los medios se
esconde una clara voluntad de distracción. La noche, la oscuridad y el silencio
han sido derrotados de nuestras vidas. Tenemos que estar siempre conectados, en
guardia, despiertos; siempre aturdidos por el rumor, la música, las luces, los
focos, dispuestos siempre a comprar lo que sea.
Todo lo que nos rodea,
nos invita a vivir teniendo en cuenta solamente dos entidades de nuestro
organismo: el cerebro y el sexo. La fundamental, el corazón, ha sucumbido
a la marea del blablablá mediático. Esa inteligencia propia del corazón, que es
cálida, sabia, reposada, ha sido sustituida por el omnipresente
sentimentalismo: sentimientos gritados, exhibidos que invaden cada espacio
visual y auditivo en nuestros días. La
hondura del corazón da miedo, porque es la única capaz de otorgarnos una raíz
estable, fuerte, un verdadero antídoto contra el pensamiento colectivo.
Y sin embargo, solo la
voz del corazón nos salvará de la desesperación de los momentos sombríos de
nuestra vida. Solo devolviendo el corazón a su lugar central, delegando en él
la tarea de guiarnos, pondremos de nuevo a punto el motor renovador de nuestra
vida. Ese motor capaz de volver única, profunda e irrepetible nuestra modesta
aventura particular.
Eduquemos a nuestros
pequeños en la sabiduría del corazón, eso les hará ser más fuertes, más
independientes, más humildes y sobre todo más humanos.
INMA
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