Nacemos, crecemos, aprendemos, nos desarrollamos, maduramos, nos inculcan valores, cultivamos nuestros físico, mente y espíritu.
Nos ilusionamos, nos frustramos, sufrimos desengaños, alegrías y tritezas.
Queremos vivir la vida a tope, como si se tratara de una aventura a lo desconocido.
Tenemos que descubrir, experimentar, buscar objetivos, tener planes a futuro, vivir el presente.
De la inocencia de la niñez pasamos a la desvergüenza de la adoelscencia para convertirnos en adultos responsables de nuestros actos. ¡Qué cambios!, ¿no?
Y un día encontramos a la persona ideal para tener de pareja, O al menos eso creemos en ese momento, el tema es que nos enamoramos. Y como fruto de ese amor llegan los hijos....
La vida vuelve a cambiarnos. A partir del momento en que nazcan no seremos los de antes...
Un hijo conlleva otra responsabilidad, que pensamos será hasta que alcancen la edad adulta, pero no nos engañemos. Siempre estaremos pendientes de ellos...
Aquella criatura que llena todos los espacios de amor incondicional. Ese ser tan frágil que debemos cuidar y proteger, crecerá, aprenderá, madurará, se ilusionará, sufrirá desengaños, se enamorará, tendrá a sus hijos convirtiéndonos en abuelos....
Hay un momento en la vida para cada cosa. Nuestros hijos tendrán que dejar el nido, algunos más pronto que otros, para seguir su propio camino, el elegido para proyectar su futuro.
Nos parecerá que no estarán preparados, que es muy pronto o precipitado, los vemos niños aún....
Pero ellos tienen la capacidad, la habilidad, la inteligencia, la madurez para vivir sus experiencias que los enriquecerán y servirán para ese mañana que les espera.
Nuestra labor como padres es apoyarlos, aconsejarlos, escucharlos, motivarlos y sobre todo, hacerles ver que ahí estamos, para lo bueno y lo malo, siguiéndoles las huellas en este camino iniciado para acompañarlos.
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