Antiguamente, los sauces no eran
como ahora, que tienen largas ramas colgando hacia los esteros en actitud
melancólica. Era al revés. Se erguían orgullosos con sus ramas verticales hacia
el cielo, y aún las hojas, pequeñas y lanceoladas, tenían un aire vanidoso y se
empinaban también mirando hacia lo alto. Los demás árboles comentaban entre sí
y se sentían un poco ofendidos porque el sauce, muy altivo, nunca se mezclaba
entre ellos. Allí estaba siempre, ignorando el bosque, en actitud desafiante,
con sus ramas muy ufanas hacia el firmamento. Cuando llegaba el otoño, todos
los árboles se tornaban amarillos y perdían sus hojas, en tanto que el sauce
seguía verde y nunca se volvía lánguido. Era un verdadero motivo de murmuración.
. .
Ocurrió que al llegar la
primavera los viejos robles del bosque decidieron hacer un concurso de belleza
entre los árboles. Podían competir árboles de todo el mundo, fueran grandes o
pequeños, de hojas perennes o de ramas desnudas, con flores o sin ellas; lo
importante era ser simplemente un árbol, procediese de un jardín, huerto,
parque, valle o patio abandonado.
Los pájaros se encargaron de
transmitir las bases del concurso y volaron de rama en rama, invitando al
arrayán, a la haya y al inmenso ombú. Los colibríes fueron a avisar al hybiscus
de flores rojas, al laurel en flor y por supuesto a veloces se adelantaron y
fueron a invitar al árbol de la Corona del Inca y al almendro en flor que tenía
muchas posibilidades. Las viejas golondrinas se encargaron de notificar a los
árboles que vivían en los lugares más remotos. Algunas viajaron a Egipto en
busca de sol y aprovecharon para invitar a las palmeras de los oasis. Éstas
fueron las primeras en acicalarse para asistir al concurso. Se miraron entre sí
y por decisión unánime escogieron como delegada a la más antigua, que no por
ser vieja era menos coqueta.
Llegada la fecha, la palmera se
desenterró de la arena y partió al lugar indicado caminando de puntillas por el
ardiente desierto, pisando con sus raíces con sumo cuidado para no quemarse.
Fue fatigoso el camino, porque como era un poquito grande se iba enterrando en
la arena, pero finalmente llegó, disimulando lo exhausta que se encontraba.
En el antejardín fue recibida
por las buganvillas, que se inclinaron respetuosas saludando a la palmera. Las
rosas y las clavelinas se deshacían en reverencias porque nunca habían visto un
árbol de semejante rareza y de tronco tan arrugado.
-Viene un poco despeinada
–comentó por lo bajo un pensamiento morado.
-Vengo de los países tórridos
–dijo la palmera- y representó al Egipto. Soy uno de los pocos árboles que
figuran en la Biblia. Cuando Jesucristo entró en la ciudad de Jerusalén sus
habitantes cortaron ramas de mis antepasadas, adornaron con ellas los pórticos
y las ventanas y las mujeres confeccionaron complicados ramos para batirlos en
señal de regocijo. Y aún hoy en día, el Domingo de Ramos se recuerda esta fecha
y en los atrios de las iglesias del mundo venden las mujeres pobres carteritas
y ramos trenzados con mis hojas.
-¡Qué importante! –dijeron los
lirios admirándola.
Las begonias le abrieron paso y
la elegante palmera avanzó contoneándose como una señora por un caminillo de
ágatas y caracolillas de río.
-¿Dónde puedo arreglarme un
poco? –dijo la palmera. Y las begonias, que eran las anfitrionas, la llevaron
donde estaban los otros árboles postulantes. Se hallaban todos juntos al lado
de un arroyo, refrescándose, y los más vanidosos se miraban en una cascada tan
maravillosamente plateada que uno se podía reflejar en ella mejor que en un
espejo.
-Háganme sitio –dijo la palmera.
Y el viento le escarmenó las ramas y le hizo tintinear los ramilletes de cocos,
que eran los aros que llevaban puestos.
El sol se puso más radiante y
los clarines de enredadera se pusieron a tocar una marcha anunciando el inicio
del concurso.
La primera en presentarse fue la
mimosa con sus racimos en flores amarillas. Las begonias la anunciaron y ella
avanzó por un largo puentecillo de bambú, que era la pasarela sobre el río.
-¡Qué belleza! –comentaron los
robles en la ladera del cerro.
-Yo soy la mimosa –dijo la
mimosa-. Y me llaman así porque soy muy mimosa. .
Los robles, perplejos, se
miraron entre sí.
-Y en otros países me llaman
aromo. . .porque aromo. . .
-Mmm, se parece un poco al espino
–comentó displicente un roble joven.
-¡Qué ofensa! –Dijo la mimosa-.
El espino también tiene flores amarillas pero tiene espinas y además carece de
perfume, en tanto que yo. . .
Vino una brisa y la mimosa
aprovechó para soltar una inmensa bocanada que hizo suspirar a los robles del
jurado, un poco viejos pero muy enamoradizos. . .
-¡Qué mimosa más vanidosa!
–dijeron los otros árboles que se preparaban para competir.
Seguidamente le tocó el turno al
olmo, quien se presentó con todo su espléndido ropaje de flores blancas.
-Con mis flores los hombres
preparan una miel que, quien la pruebe, cae en un inmediato estado de
nostalgia.
Luego vino un inmenso árbol
cuajado de camelias, tirando a su paso pesadas flores rojas con frutos maduros.
-Yo he adornado las habitaciones
de coquetas damas de otro siglo. Inspirado en mi belleza, un escritor antiguo
escribió La dama de las camelias.
El níspero habló de sus
nísperos, el nogal de sus nueces y el olivo de sus aceitunas. El manzano dijo
que era el primero árbol de la Creación, que de sus manzanas Eva había tomado
el fruto del pecado. El pino avanzó engalanado con adornos de Navidad, cubierto
con guirnaldas, globos de vidrio y una estrella con escarcha plateada en su
punta. El ciprés se paseó solemne, aduciendo que él crecía en los cementerios y
por eso tenía ese aire grave y misterioso.
La lenga dijo que sus hojas
semejaban algas marinas; el arrayán dijo que era de la época de las cavernas;
la araucaria dijo que sólo crecía en el Sur de Chile, en la tierra de los
indios mapuches, allí donde crece silvestre la enredadera rosada de los
copihues.
No hubo problemas durante el
desarrollo del concurso. Sólo un postulante fue descalificado: el diamelo de
flores blancas y moradas, que se presentó como árbol y en realidad era un
arbusto.
-¿Y cómo aceptan a esos árboles
enanos? –dijo indignado el diamelo mirando por sobre sus ramas una fila de
siete árboles enanos enviados de la China, y que no alcanzaban el tamaño de una
violeta.
La otra fuera de concurso
resultó la encina, que llevaba de sombrero un enorme nido de cigüeñas paradas
con sus alas extendidas.
-Demasiado estrafalaria –dijeron
los jueces, descalificándola.
Siguieron los abedules, los
naranjos, los perales, los eucaliptos y los álamos. La pobre parra también fue
descalificada porque no era árbol “propiamente tal” y se tuvo que ir
desesperada de rabia.
Y así sucesivamente desfilaron
todos lo árboles de la Creación, cada uno hablando de su belleza y luciendo sus
atributos hasta que le tocó el turno al altivo sauce, que a esas horas ya
estaba impaciente y se alisaba las ramas que estaban muy tiesas, almidonadas
como sables.
-A continuación, el sauce
–anunciaron las begonias-. Lleva las ramas puntiagudas mirando hacia el cielo,
y su nombre de sociedad es saxis Babilónica.
El sauce, muy ufano, subió a la
pasarela sin mirar a nadie y comenzó a balancearse, contoneándose con tal mala
suerte que una de sus raíces se hundió entre los bambúes del puentecillo,
haciéndole perder el equilibrio y caer pesadamente a un costado primero y al
mismo río después.
Allí se hundió por breves
segundos ante el estupor de todos, y tornó a aparecer en la superficie, tan
desfigurado, pero tan desfigurado, que casi no lo podían reconocer.
-¡Oh! –exclamaron todos los
árboles.
El sauce se levantó del agua,
todo empapado y simulando que no había pasado nada, cuando en realidad había
pasado todo. Sus ramas salieron mojadas completamente y ya no se erguían hacia
la altura, sino que se desplomaban lánguidas colgando hacia el río
completamente empapadas. Y he aquí que, en su ridiculez, el sauce se vio
hermoso. Y al salir se contempló en la cascada y se avergonzó de sí mismo. “Fui
un orgullo”, se dijo y rompió a llorar desconsolado, sintiéndose el más
desamparado de los árboles.
Y siguió llorando el sauce,
mientras los robles del jurado lo contemplaban atónitos al otro lado de la
pasarela, porque ahora el sauce presentaba otro aspecto y se había favorecido
absolutamente en la transformación. Y cuando al sauce llorón se le acabaron las
lágrimas quedó con sus ramas lacias y la brisa las meció suavemente como
peinándolas, como acariciándolas. . .
Y las ufanas ramas de antes ya
no se empinaban sino que languidecían, languidecían. . .
Entonces fue cuando el sauce
llorón fue premiado por su melancólica belleza y destinado a los delicados
parques japoneses, donde sirve de elegante motivo de ornamentación.
Y dicen que aún llora el sauce
llorón y ciertas noches de eclipse hasta que es posible escuchar su sollozo
junto a un estero. Y para atenuar la tristeza las ramas de los sauces han
tenido desde entonces por misión cobijar bajo ellas a los “santos inocentes”
del mundo, que son los niños y los enamorados.
Es por eso que nunca un juego es
más entretenido, un sueño más profundo, o un beso más dulce como cuando
jugamos, dormimos o amamos, bajo las nobles ramas de un sauce.
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